Lo más importante es tener una visión. Luego hay que empuñarla y retenerla en la memoria. No hay ninguna diferencia, si se está escribiendo el guión del filme, o el plan de producción, o pensando en la solución de un detalle particular.

Se debe ver y sentir lo que se está pensando. Se debe ver y empuñar. Se debe reservar y fijar en la memoria y los sentidos. Y finalmente se debe realizar inmediatamente.

Serguei Einsenstein

“Notas desde la mesa de trabajo de un director.”

(Durante la filmación de” Iván el Terrible”)

lunes, 12 de septiembre de 2011

CLASE: 23 DE SEPTIEMBRE

El viernes 23 cada grupo deberá entregar la primer versión del guión con una extensión entre 7 y 10 páginas.
Si quieren los pueden ir mandando al mail para que los leamos y hagamos una devolución.

Saludos y buena semana!

PAUTAS PARA EL TRABAJO PRÁCTICO FINAL


 
ITEM
MÍNIMO
IDEAL
MÁXIMO

EQUIPO TÉCNICO BÁSICO
1.     DIRECTOR
2.     ASISTENTE DE DIRECCIÓN
3.     DIRECTOR DE FOTOGRAFÍA
4.     CAMARÓGRAFO
5.     ASISTENTE DE CÁMARA
6.     MONTAJE
7.     JEFE DE PRODUCCIÓN
8.     ASISTENTE DE PRODUCCIÓN
9.     DIRECTOR DE ARTE
10.  SONIDO

7






10






12





·         DURACIÓN (CON TÍTULOS DE APERTURA Y CIERRE)
·         FORMATO RODAJE
MINI-DV, ETC.
·         FORMATO DE ENTREGA A LA CÁTEDRA
DVD
·         SONIDO
AMBIENTE- MÚSICA
·         DIÁLOGOS
NO VEHICULIZADORES DEL DRAMA
·         PLACA DE APERTURA - sobre negro:
Producido con el apoyo del I.U.N.A.
·         PLACA DE CIERRE - sobre negro:
Oficios y Técnicas de Artes Audiovisuales
REALIZACIÓN I
I. U. N. A.
Cátedra
NAJMÍAS/COMPAGNET
·         CONSIGNA
2 PERSONAS SE ENCUENTRAN EN UNA SITUACION ÍNTIMA COMPROMETIDA Y UNA TERCERA INTERVIENE
·         CARATULA DE PRESENTACIÓN
EN BOX PLÁSTICO PARA DVD, CON TÍTULO DE LA OBRA, FICHA TÉCNICA, MATERIA, CÁTEDRA, INSTITUCIÓN






NOTA IMPORTANTE:
A-    Las diferentes etapas a desarrollar así como la entrega final se efectuarán en tiempo y forma de acuerdo al cronograma establecido por la Cátedra.
B-    El trabajo se entrega junto con la carpeta de producción.
C-      La copia presentada para el examen final debe cumplir con los requisitos anteriores y queda para la Cátedra.

GRUPOS

Grupo 1:
Lighuen De Santo
Mario Puricelli
German Orione
Mariano Acerbi
Federico Rodriguez
Julieta Tomei
Julietta Socoratto
María Balocco
Lucia Jalil


Grupo 2:
Tomás Alonso
Andrea Cardenas Honig
Nadia Corominas
Carla Dedovich
Florencia Gutierrez
Daniel Ledesma
Rocío Prieto
Matias Rovirosa


Grupo 3:
Florencia Cabrera
Micaela Di Corrado
Nahuel Ugazio
Ignacio De La Torre
Lautaro Coronel
Ariel Aguilar
Ailen Colazo


Grupo 4:
José Ortega Basoalto
Mariano Centurión y Cienfuegos
Violeta Kovenzky
Alejandro Schonfeld
Delfina Vazquez Gonzalo


Grupo 5:
Alexis Hererra
Manuel Duré
Juan Jose Seijas
Mariana Martinelli
Gabriel Sigillo
Javier Ramos
Ana Lucia Alonso
Candela Ruilopez
Noelia Padilla
Carolina Ruiz
Mercedes Trimarco


Grupo 6:
Martina Riganti
Brenda Leonela Rosales
Felipe Cerrota
Ivan Goya
Maria Florencia Touceda
Carla Cecilia Dominguez
Maria Belen Paladino


Grupo 7:
Emiliano Mario Bazani
Julian Pigna
Alejandra Linares Vargas
María Aimará Schwiters
Luciana Favit
Yesica Praznik
Carolina Jauri
Valentino Capelloni
Sergio Giglio




jueves, 8 de septiembre de 2011

NARRACIÓN Y MOSTRACIÓN


Narración y mostración (Fragmento del libro El relato cinematográfico de André Gaudreault / François Jost)

De acuerdo con cierta tradición, el relato cinematográfico supondría un gran imaginador (el término recordémoslo, es de Laffay y proviene directamente del gran< relojero, tan querido de los Lumière), como todo relato supone un narrador. Hasta ahora hemos visto con cierta vaguedad la intervención de este narrador respecto al discurso que transmite. Consideremos este pequeño texto, que nos ayudará a verlo más claro:
Érase una vez un jardinero muy preocupado porque se retrasaba en su trabajo. El sol calentaba tan fuerte ese día que se preguntaba si tendría el valor de regar todas sus plantas, que se contaban por centenares, que había hecho crecer en el jardín de sus riquísimos amos. Además, se disgustó mucho cuando su sobrino, que veraneaba en la casa y había llegado recientemente, se propuso hacerle una jugarreta. Acercándose disimuladamente por detrás de su tío, ocupado en dirigir el chorro de la manguera, el joven cortó la llegada del agua aplicando fuertemente su pie en la parte del tubo que yacía sobre el suelo. Intrigado, el jardinero examinó imprudentemente el orificio de la manguera, que ya no funcionaba. Esperando este momento, el chico retiró presurosamente su pie, con el resultado que fácilmente podemos imaginar. Irritado y empapado, el jardinero se propuso alcanzar al joven bromista, al que administró un azote, a mi criterio, bien merecido.
Estas líneas forman una narración, es decir, un discurso en el que localizamos – con mayor o menor facilidad, como siempre-. A un narrador, esa instancia que nos proporciona informaciones sobre los sucesivos estados de los personajes, en un orden dado, con vocabulario escogido, y que nos transmite, más o menos, su punto de vista (por ejemplo, en esta ocasión de un modo muy evidente – aunque no siempre se da el caso- cuando juzga que el castigo al chico es merecido).
Existe, no obstante, otro modo, históricamente tan importante como la narración, de transmitir informaciones narrativas: consiste en privilegiar, eliminando completamente al narrador del proceso de comunicación, la reunión en un mismo terreno (en una misma escena, para ser más concretos) de los diversos personajes del relato. Para ello, se recurre a actores cuya tarea será la de hacer revivir, en directo (aquí y ahora), ante los espectadores, las diversas peripecias que supuestamente han vivido (antes y en otra parte) los personajes que personifican. Éste es el modo – cuya principal manifestación sigue siendo la representación teatral y que Platón denomina mímesis (imitación)- que podemos asociar a lo que recientemente se viene llamando mostración (Gaudreault, 1998).
Podemos, pues, imaginar una obra de teatro corta titulada El regador regado que, tan sencilla como se quiera, presentaría sobre las tablas, ante un conjunto de espectadores, el equivalente escénico de las (pocas numerosas) peripecias que experimentan el jardinero y el joven bromista de la película de los hermanos Lumière. Nos encontraríamos así ante un producto puro de la mostración, corolario mimético de este producto puro de la narración que representa el relato verbal corto, siempre sobre el mismo tema, que hemos producido más arriba.
¿Dónde situar nuestro relato-origen, la película L’ Arroseur arrosé, en el campo de estas formas de lo narrativo? ¿Encaja dentro de la mostración, como nos vemos inducidos a creer a primera vista, ya que implicada, de la misma manera que el relato escénico, una representación de la narración a través de los personajes? ¿O encaja más bien dentro de la narración, puesto que, al igual que el relato escrito, parece llegar al espectador a través de una instancia intermediaria? (¿la cámara?, ¿la película?, ¿el realizador?, ¿el equipo de rodaje?) situada en alguna parte entre él, instancia espectatorial, y esas instancias actorales que son los diversos personajes de la ficción? ¿O incluso no estaría mejor situado en un estadio intermedio entre narración y mostración?
Las diferencias fundamentales que podemos detectar entre mostración fílmica y mostración escénica nos proporcionan un elemento para responder a todas estas cuestiones:
a) El actor teatral realiza su prestación en simultaneidad fenomenológica con la actividad de recepción del espectador, es decir ambos comparten el tiempo presente. Por el contrario , una película como L’ Arroseur arrosé comunica una acción completamente concluida al espectador y ahora lo que sucedió antes.
b) La cámara que filma la interpretación del actor cinematográfico puede, gracias a la posición que ocupa, o, aún más, por simples movimientos, intervenir y modificar la percepción que tiene el espectador de la presentación de los actores. Puede incluso, como hemos podido ver muchas veces, forzar la mirada del espectador y, dicho en una sola palabra, dirigirla.
En el desarrollo mismo de los acontecimientos que constituyen la trama del relato, los actores de cine, al contrario que los de teatro, no son, pues, los únicos en emitir señales. Esas otras señales, que llegan a través de la cámara, son, sin ninguna duda, emitidas por una instancia situada en alguna parte por encima de esas instancias de primer nivel que son los actores, por una instancia superior, pues, que sería el equivalente cinematográfico del narrador literario. A ella se refiere Laffay cuando habla de su gran imaginador, y la encontramos, con distintos nombres, tras la pluma de diversos teóricos del cine, preocupados por los problemas del relato fílmico, que imputan la responsabilidad de tal o cual relato cinematográfico al narrador invisible (Rpars-Wuilleumier, 1972), al enunciador (Casetti, 1983, y Gardies, 1988), al narrador implícito (Jost, 1988), o al meganarrador (Gaudreault, 1988). En el teatro, esta instancia estaría representada por todo lo que concierne a la puesta en escena y, por supuesto, a cada una de las representaciones de la obra. El relato cinematográfico se opone al relato teatral por su intangibilidad, pues lo propio de este último es ser cada vez un espectáculo distinto.
Al margen de estas dos importantes diferencias citadas entre la mostración escénica y la mostración fílmica, existe además otro punto que las distingue: la dimensión sonora. Muchos otros elementos narrativos, que pese a todo no eran esenciales en este caso, puesto que la película de Lumière funciona muy bien sin ellos, habrían podido localizarse en el seno mismo de esta dimensión, dependiendo de otras elecciones del director de nuestra eventual adaptación escénica de L’ Arroseur arrosé. Podríamos haber oído refunfuñar al jardinero o, por la misma razón, gritarle al bromista, que podría morirse de risa en su huida, y, después, en el momento del azote, suplicar a voz en grito.
El efecto de la obra habría sido totalmente diferente de su versión silenciosa, y el sainete que los hermanos Lumière tomaron prestado del autor de un cómic publicado en 1887 sería diferente. De este modo, los personajes habrían podido exteriorizar sus sentimientos, mostrarnos sus intenciones o, incluso, enviarnos un aviso. Todo esto es imposible, o casi (el mismo Maecel Marceau lo consigue…), mediante la imagen o los gestos.
Efectivamente, y debido a la pluralidad de los enunciados vehiculados virtualmente por cada imagen, la mostración muda está relativamente limitada a cierto tipo de fenómenos. Probablemente, ésta es la razón por la cual los artesanos del cine, en sus indicios, sintieron la imperiosa necesidad de recurrir a las palabras, a la voz. Así se explican los famosos intertítulos del cine mudo, como también esa figura fundamental, pese a que nunca fue universal y su presencia fue siempre muy efímera: el presentar (véase capítulo 3), ese explicador de películas en directo que se encargaba de dar a los espectadores las informaciones que una mostración, juzgada deficiente (o al menos incompleta) puesto que estaba privada del decir, no podía fácilmente transmitir. Una mostración que fingía que, allá en la pantalla, los personajes podían hablar entre ellos aunque en la sala no se les oyera. Y que decían aquellas cosas que se deben decir en una historia mínimamente compleja.
No es el caso de L’ Arroseur arrosé, pero sí de Siete ocasiones (Seven Chances, Buster Keaton, 1925). Al principio, a la entrada de un jardín de frondosa vegetación, el héroe habla con una mujer que pasea a un perrito atado a una cuerda. Un rótulo nos ha informado que, a lo largo de esta conversación, insignificante en apariencia, Buster trata de confesarle su amor.
Nuevo rótulo: ha llegado el otoño, las flores están marchitas, el perro crecido. La escena se repite cuatro veces, siempre precedida del mismo texto; al final Buster y la mujer se encuentran junto a un gigantesco perro. Aquí, el gag es fruto de que el texto completa la imagen remitiéndonos a informaciones que los enunciados visuales no pueden proporcionarnos – la conversación de los personajes-, mientras que lo que seguimos es la transformación progresiva del decorado y, sobre todo, el sorprendente crecimiento del perro. Contrariamente a la lengua, que se presa de la sucesión que le impone la linealidad de la frase, el cine puede mostrar simultáneamente diversas ocasiones. Esta virtualidad se acentuará más con el cine sonoro.


Extraído de El relato cinematográfico de André Gaudreault / François Jost. Pág.32 -35.

LA CÁMARA MÓVIL


Fragmento capítulo 11 de Estética y psicología del cine de Jean Mitry

II. La cámara móvil

Independiente de las cuestiones subsidiarias de ritmo y de estructura, hemos visto que mediante el montaje el film recobra movilidad de la visión psicológica. Así lo subraya Edgar Morin:

Restablecemos siempre no sólo la constancia de los objetos, sino la del marco espacio-temporal. El espectador reconvierte en su simultaneidad las acciones paralelas, aunque sean presentadas según una alternancia de planos sucesivos. Ese aunque es también un porque: la sucesión y la alternancia son los modos mismos por los que percibimos acontecimientos simultáneos, y más aún un acontecimiento único.

En la vida real, el medio espaciotemporal homogéneo, sus objetos y sus acontecimientos, están dotados; en tal marco, la percepción descifra mediantes múltiples saltos, reconocimientos y envolvimientos. En cine lo que está prefabricado es el trabajo de desciframiento, y a partir de esas series fragmentarias la percepción reconstruye lo homogéneo, el objeto, el suceso, el tiempo y el espacio. La ecuación perceptiva es finalmente la misma, sólo la variable cambia (Le cinéma et l´ homme imaginaire).

Tales comprobaciones basadas en la Gestalt bastarían para refutar los argumentos de Bazin sobre la percepción del campo total, si esta evidente reconversión (de las cosas presentadas sucesivamente) no fuera una operación de conciencia. Dicho de otro modo, tenemos la noción de simultaneidad; nosotros la captamos pero no la experimentamos; la aprehensión se ha vuelto compresión. Por el contrario, en la percepción en campo total esta simultaneidad nos es dada. Volvemos a sentirla en todos sus efectos sin tener que reestructurarla mentalmente.

Así ocurre con el movimiento. El montaje resuelve la movilidad presentándole un punto fijo. Veo las cosas de frente, por la izquierda, por la derecha, desde arriba, desde abajo, pero cada visión supone el paso instantáneo de un punto a otro. El desplazamiento está sobreentendido; jamás se produce de modo efectivo. Esta necesidad es la que provoca los travellings.

Ya henos visto que los travellings, en su origen, no tuvieron otro objeto que seguir a los actores; pero en última instancia puede decirse que un travelling que sigue a igual distancia y con igual rapidez a los personajes en movimiento es otra forma de plano fijo; es el paisaje el que parece desplazarse. Lo cual, por otra parte, permite rodar falsos travellings en el estudio. ¿No vemos a una pareja en coche corriendo a toda velocidad por una carreta bordeada de árboles? El coche está inmóvil, la cámara también, pero detrás del coche se proyectan en transparencia el paisaje y los árboles que desfilan.

Sólo a partir de 1924 se pudo hablar de cámara móvil, cámara que se desplaza entre los personajes del drama y no sólo con ellos (El último, de Murnau). Pero esta movilidad no se consiguió ni fue constantemente posible hasta la aparición de la grúa (1930). Los movimientos de cámara, en un principio descriptivos, fueron adquiriendo paulatinamente una significación psicológica que no servía sólo para describir los lugares o seguir a los personajes, sino para ponerlos en relación entre sí, para construir el espacio del drama.

Ya que hemos hablado del extraordinario travelling hacia delante de Intolerancia, que fue uno de los primeros en ser tanto selectivo como descriptivo. Al describir Babilonia y sus numerosas multitudes, se trataba de descubrir, en medio de su corte, al rey Baltasar y a la princesa; el travelling, al final de su recorrido, los encuadraba en plano conjunto.

Igualmente notable es el travelling que desde las primeras secuencias de Y el mundo marcha (de King Vidor) aísla al héroe, un simple empleadillo perdido en la capital. Tras largas panorámicas que describen Nueva York y sus edificios, y algunos avances por sus animadas avenidas, la cámara llega a los pies de un gigantesco rascacielos. Una rápida ascensión nos lleva a la altura del piso vigésimo. Enfocando el punto central, la cámara avanza entonces hasta una de las ventanas de ese piso y pone al descubierto una inmensa oficina donde trabaja un centenar de empleados. Prosiguiendo su avance, la cámara atraviesa la ventana, franquea la mitad de la oficina y desemboca, al término de su trayecto, en el escritorio ocupado por el personaje del drama, encuadrado entonces en plano medio. Con un solo movimiento se pasa de una multitud de rascacielos a uno de entre ellos; de esto a uno de los pisos del edificio, luego a una de las múltiples oficinas de esta oficina. Una serie de planos separados nunca hubiera conseguido expresar con precisión tan simple, el hombre y la multitud, definiendo, al mismo tiempo, el aislamiento del ser y su insignificancia.

El extraordinario viaje de Fausto y Mefistófeles franqueando montes y valles, ciudades y campos (Fasuto, de Murnau) y el viaje interplanetario de La mujer en la luna (de Fritz Lang) figuran entre los travellings más bellos de la época final del cine mudo. Pero los primeros movimientos de cámara a la vez descriptivos y psicológicos –y que siguen figurando entre los más notables- fueron los de Amanecer (de Murnau). Uno de ellos acompaña al héroe cuando desciende hacia la marisma donde tiene una cita con una mujer. La curva sinuosa del travelling que acompaña su marcha, la larga bajada entre los rosales luego, un recodo del camino, el descubrimiento repentino de las ciénagas y el avance hacia la mujer, traducen a la vez su movimiento y sus sentimientos –sus dudas, su deslumbramiento final- y hacen que el espectador también participe de ellos, experimentándolos al mismo tiempo.

Más notable aún es el viaje en tranvía que lleva al hombre y su joven esposa desde el bosque a la ciudad: cada vuelta descubre un nuevo horizonte, un nuevo aspecto, mientras los esposos van acercándose poco a poco y se reconcilian en un deslumbramiento compartido: la modificación progresiva del paisaje refleja la evolución de sus sentimientos y viene a convertirse en la expresión física de su drama.

Desde el empleo de la grúa, las denominaciones travelling hacia delante, travelling lateral, travelling hacia atrás, no tienen apenas sentido: la cámara describe los movimientos más diversos al azar de sus curvas. En Amanecer el hecho era ya evidente. No obstante, estas denominaciones siguen siendo válidas cuando se trata de la pasada, es decir, del travelling dirigido: hacia un personaje o un objeto, o desde un personaje o un objeto. En el primer caso se limita el campo al mismo tiempo (travelling hacia delante); en el segundo, se descubren los hechos anejos y el lugar mismo a medida que el campo se ensancha (travelling hacia atrás).

Durante mucho tiempo este género de pasada fue empleado para avanzar sobre personajes mientras crece la intensidad dramática. La diferencia con el corte franco es un aumento gradual de la emoción, una especie de decantación en vez de un aislamiento brusco. Pero esta forma de subrayar el momento crucial, de recoger las lágrimas de la heroína como al fin de una elevación se ha convertido pronto en una vulgaridad. Hoy día ese procedimiento no es menos irrisorio que el abuso del campo-contracampo.

Si el travelling hacia atrás permite siempre descubrir algo imprevisto (lugar o situación) a partir de un punto de partida más o menos significativos, el travelling hacia delante apenas se utiliza para representar el desplazamiento de un personaje o para la fijación de un detalle, un movimiento de espera como en La sombra de una duda.

Este último caso es, evidentemente, el de mayor interés. Pero supone el crecimiento rápido –y a un tiempo gradual- del detalle de que se trata o, si se prefiere, el estrechamiento rápido del campo de la cámara. A este respecto, el travelling óptico (obtenido por la focal variable) es siempre preferible al travelling real, en el sentido de que es ultrarrápido y no provoca modificaciones de las perspectivas. En este efecto, todo ocurre como si pasase del plano de una fotografía al plano de un detalle de esa misma fotografía, paso que se traduce bastante bien la fragmentación del campo perceptivo. El corte directo, al pasar bruscamente del plano total al primer plano, refleja la atención de la mirada, pero no el movimiento intencional de la conciencia.

Incluso rápido, el travelling real es mucho más lento. Además, la modificación de las perspectivas, consecuencias del desplazamiento real, supone, e incluso implica, un desplazamiento auténtico. En efecto, si se ve (plano general) a un individuo sentado mirando un revólver situado en un rincón de la chimenea y si, desde el punto en que se encuentra, se hace un travelling sobre el objeto, no sería lógico ver en el plano siguiente al individuo que sigue sentado en el mismo lugar. Sin duda, puede entenderse que se trata de una actitud mental, de una veleidad cualquiera, pero el propósito estaría mal traducido porque la atención no supone modificación del campo espacial. Tal forma sólo sería válida si se tratase de un paralítico imaginando su movimiento. De igual modo, y por vía de reciprocidad, el travelling óptico es incapaz de traducir de modo satisfactorio los desplazamientos reales.

Lo esencial, en todos los casos, es una justificación –física, dramática o psicológica- de los movimientos de cámara.

En los principios del cine hablado, uno de los films más frecuentemente citados era Un reportaje sensacional (de Lewis Milestone). El uso de la grúa era hábil, pero, a causa de una sistematización excesiva, su empleo a veces se volvía absurdo. Para demostrarlo sólo voy a recurrir al siguiente ejemplo:

Una de las escenas ocurre en la sala de espera de una prisión donde están reunidos los reporteros que esperaban la hora de ejecución para dar cuenta por teléfono a sus respectivos periódicos. Sentados en derredor de una inmensa mesa hablan, discuten, se ponen nerviosos, y la cámara que gira en torno a ellos les sorprende de frente , de espaldas, de perfil, etcétera, siguiendo la conversación y el ritmo de ésta. Lo cual está bien.

Algo más tarde, cuando telefonean, en el colmo del nerviosismo, la técnica cambia. Una serie de flashes tomados en planos fijos y cada vez desde ángulo distinto, nos muestra primero a uno, luego a otro, más tarde a un tercero, y a un cuarto, con un ritmo precipitado impuesto por la acción y, por consiguiente, absolutamente justificado.

Pero no ocurre lo mismo cuando otro redactor (Adolphe Menjou), a quien no se esperaba, irrumpe con gran sorpresa de sus colegas. Se podía tratar la escena de muchas formas; de esta, por ejemplo (muy clásica):

A. En plano de conjunto se ve a varios periodistas que escriben o telefonean (unos de espaldas, en primer plano, otros de frente, desde otro lado de la mesa). De pronto se oye la puerta que se abre. Vuelven la cabeza en esa dirección. Se inicia este movimiento para ajustarlo con…

B. La puerta que acaba de abrirse (vista desde el sitio de uno cualquiera de ellos), Menjou irrumpe en la sala.

Para no cambiar de plano podía disponerse la cámara de tal forma que una ligera panorámica, siguiendo la mirada de los periodistas, descubriese en segundo término la puerta abriéndose. Pero la brutal oposición de los planos A y B, que muestra casi simultáneamente el efecto y la causa, permitía además incrustar al espectador en el ambiente para comunicarle la sensación de sorpresa por los reporteros.

Ahora bien, en la película, sin que se sepa por qué y sin que ocurra nada, la cámara, en un momento dado, abandona a los periodistas y se dirige hacia la puerta, sólo para ir a buscar a Menjou, cuya llegada es absolutamente imprevisible. Por supuesto, Menjou llegue entre ellos para sorprenderse por su irrupción en una sala cuya puerta esá situada a algunos metros del lugar en que se encuentran. Luego, y sobre todo, porque el espectador no participa de la acción. Ve que los periodistas quedan sorprendidos, pero él no lo está en absoluto. Ese travelling hasta la puerta es como si se le dijiese: “¡Atención! Va usted a ser sorprendido…” y el efecto de sorpresa queda en ese mismo momento destruido.

Se trate de travellings o de planos fijos, la cámara, en efecto, debe seguir al suceso y no precederle. Esta ley, a la que hemos hecho alusión, es fundamental en el sentido de que es función de la psicología del espectáculo y de la escritura. No preside ningún estilo particular, ninguna manera de decir, sino el hecho mismo de decir y de expresar: No se puede decir algo antes que este algo se produzca. Hacerlo supone destruir el simulacro que uno se esfuerza en crear. La cámara que precede a la cosa es el equivalente de lo que en teatro se denomina un efecto telefoneado.

Es, sin duda, indispensable establecer las vinculaciones. Si se quiere pasar de un suceso a otro sin ruptura (subrayando de este modo cierta unidad global) es preciso que la cámara se desplace, que abandone el uno para captar lo otro. El arte consiste entonces en evitar la gratitud de tales movimientos, en actuar de forma que aparezcan a un tiempo naturales y necesarios. William Wyler fue, sin duda, el primero que supo darles una justificación evidente acreditándolos mediante una especie de coeficiente descriptivo o psicológico. Así, en Horas desesperadas vemos, en un callejón sórdido, muchachos que se pelean y se tiran tronchos de manzana a la cara. De pronto, uno de los proyectiles yerra del lugar. Uno de los chicos se precipita enseguida y la cámara, enmarcándole en una toma desde arriba, lo sigue en su desplazamiento. El movimiento parece irrisorio: supone hacer demasiado caso a bien poca cosa. Pero apenas el muchacho ha recogido el desperdicio, al erguirse, ve (y la cámara, siguiendo su movimiento, lo descubre con él) sobre el brocal, un metro por encima de él, a un individuo en quien nadie se había fijado y que desde hacía unos instantes les observaba. De este modo un nuevo personaje (Humphrey Bogart) entra en acción.

Sin embargo, nunca se hará suficiente hincapié en la inutilidad de ciertos travellings que no tienen más razón de ser que seguir el desplazamiento de un personaje, so pretexto de describir la realidad del suceso. Así ocurre en La solterona (The old maid), de Edmundo Goulding. Vemos a Bette Davis y a Miriam Hopkins sentadas en el salón de una de esas grandes propiedades de Nueva Orleáns, a finales del siglo pasado. En cierto momento Bette Davis se levanta para ir en de un objeto, al parecer de primera necesidad. Entonces franqueamos el salón, un largo corredor, otra habitación, el hall de entrada; con ella subimos al primer piso, nos adentramos por un corredor y entramos finalmente en su habitación para ver cómo abre una cómoda… ¡y coge un pañuelo! Luego, de retorno, seguimos el mismo camino. Es inútil decir que ese pañuelo no tiene significación de ningún tipo en el drama en cuestión. Si lo tuviese, sería al menos una excusa y, por supuesto, si en el curso de ese largo trávelling hubiéra­mos podido captar, mediante algún comportamiento revelador, algo que hasta entonces hubiese estado oculto, entonces su necesidad habría sido evidente. Como máximo se puede suponer una razón dramática, melodramática necesariamente; una ma­dre se precipita hacia su hijo que la llama: cuanto más largo es el camino más viva es su precipitación. La duración del trayecto no hace más que aumentar su angustia. Razón banal, quizá, pero razón al fin y al cabo; pero en el film en cues­tión no se describe estrictamente nada que no sea el acto mismo, es decir, su insignificancia absoluta. En lugar de ese trávelling inútil, una elipsis hubiera sido más apropiada. Seguir todo un hecho para respetar el «tiempo real» es una cosa completamente lícita, a condición de que la duración contenga algún significado, porque si se trata de describir el vacío eso se puede hacer indefinidamente y es un arte que está al alcance de cualquiera. El problema no es tanto el trávelling «en sí», sino lo que contiene, aquello para lo que sirve.

A este desplazamiento sin objeto se puede oponer fácilmente el trávelling que inicia el baile de Madame de..., que con un movimiento de un solo trazo describe a un mismo tiempo los lugares y las personas y pone de relieve el comportamiento de los dos héroes (Daniéle Darrieux, Vittorio de Sica). Y, por supuesto, el de Sed de mal o el de Cuando pasan las cigüeñas.

No obstante, y pese a ciertos hechos psicológicos que no tardaremos en analizar, el interés manifiesto del trávelling es menos seguir a los personajes que contribuir a crear «el espa­cio del drama», a «presentar» a los personajes, desplazándose libremente alrededor de ellos. A este respecto podríamos citar el del baile de El cuarto mandamiento (de Welles), o el del paseo en calesa. André Bazin ha analizado sutilmente este último:

Se reduce, por inversión, a un plano fijo, puesto que del comienzo al fin George y Lucy permanecen en el mismo cuadro. [...] Mien­tras George y Lucy intercambian sus respuestas, vemos desfilar des­de el otro lado de la calle las casas, las tiendas, las fábricas, la de­coración típica de Midtown en esa época. Por supuesto, sólo le prestamos una atención relajada, pero la nitidez de la fotografía no nos permite ignorar su presencia. Mientras, el diálogo prosigue y se acerca a su dramático desenlace (el orgullo de Lucy y la so­berbia de George hacen fracasar este intento de reconciliación); la cámara lo hace perceptible mediante un ligero retroceso que aleja de nosotros a los protagonistas y... descubre, al mismo tiempo, el conjunto de la calle cuyos elementos sucesivos habíamos visto des­filar. Lejos de ser gratuito, este descubrimiento resume en cierta forma el decorado, nos da su balance, como el latigazo de George, que pone el tiro al galope, concluye de forma significativa el fraca­sado diálogo de amor. Es precisamente esa ligera panorámica final, que la transparencia no habría permitido (al menos con cierta soltura) lo que permite cerrar la secuencia sin dar un paso en fal­so. Pero hay todavía una razón más perentoria para la construcción de un decorado de calle (que por otro lado sirve en más momentos de la película), y es ese trávelling en calesa que acompaña al otro diálogo amoroso tras el retorno de Lucy (diálogo que concluye con el desvanecimiento de Lucy en la tienda). Los protagonistas están entonces de pie, pero recorren igualmente la calle por la acera de enfrente. La proximidad del decorado, la entrada en la tienda en el mismo tipo de plano harían en esta ocasión la transparencia tos­camente evidente. Pero Welles ha afinado: durante el paseo hemos visto en las vitrinas el reflejo del decorado que ya habíamos con­templado durante la escena de la calesa. De este modo, la calle que la cámara no puede abarcar de un solo golpe, al mismo tiempo que a los actores, adquiere una realidad, una presencia que la vincu­la tan íntimamente a su juego como si éste se desarrollase en un decorado estrecho (Orson Welles).